24.3.04

Puedo explicarlo, señoría.
Le juro que estas manchas no son la prueba de un horrible asesinato.
Declaro que no he utilizado mis dos dedos pulgares y sus correspondientes índices para aplastar cruelmente niguna cuchara... ¿No ve que ni el mismisimo Gregorio Samsa dejaría tan negra e indeleble huella?
Señoría, le digo que soy inocente.
Es una historia un tanto inverosímil, pero estoy segura de lo comprenderá.
Resulta que por algún tipo de gen rebelde o de tormenta solar, estaba teniendo un exceso de pensamientos científicos imperdonables en un ser de mi (literaria) naturaleza. Concretamente me planteaba yo como proponer al Real Consejo de Pesos y Medidas (oh, sí, los afortunados poseedores de la Pulgada) una cuantificación universal y unívoca para el dolor de cabeza: si por la cantidad de droga necesaria para eliminarlo o, con el modelo de Ritcher, por los daños (a terceros) provocados por la jaqueca. Como ya dije, tan poco verbales preocupaciones son no sólo impropias, si no claramente pecaminosas e insalubres para mi existencia. Así que, sin que la dificultad de la empresa nublase mis sentidos, procedí rauda y veloz al único procedimiento útil en estos casos, la única medicina que logra meter en verda a los rebeldes: una transfusión de tinta de la mejor calidad.
Me falló el pulso, eso es todo.